El espejo vacío - FRAGMENTO
Bueno, siguiendo la abrumadora oleada de (1) solicitudes, aquí va una muestra...
AVISO: consideradlo borrador
2
Campamento de verano del ejército de Germania, 5 de septiembre de 762 Después de
Aquella tranquila tarde de verano Emilio Lucio, legado de la XVII Legio Gallica, admiraba los frondosos bosques de Germania, dorados por la luz del sol del atardecer. Desde su posición, en lo alto de la muralla de madera, tenía una magnífica vista del campamento, con sus calles rectas y las tiendas de los soldados perfectamente ordenadas. El marcial ritmo de las patrullas que volvían de las largas marchas le resultaba embriagadoramente tranquilizador. Los ánimos estaban altos y la mayor parte de los soldados, que acababan de terminar su jornada, charlaba mientras se dirigía al refectorio.
Emilio Lucio sonrió. Dedujo con orgullo que aquello era la civilización romana.
Más allá de las empalizadas había otro campamento compuesto por campesinos, mercaderes, prostitutas, esclavos y adivinos. Había allí romanos, germanos y algún que otro galo. Al contrario que el campamento de las legiones, no había en este el más mínimo asomo de orden: por no haber no había ni calles y las casas eran tan toscas que por sus techumbres no es que se colara la lluvia, sino que parecía que hasta el granizo fuera capaz de hacerlo. El naciente poblado era tan bullicioso que hasta allí llegaban los bramidos de los vendedores proclamando las excelencias de sus mercancías. Pero, incluso en aquel lodazal, se iban abriendo paso las mejoras: ya había edificios de ladrillo y se hablaba de construir un embarcadero. Y cada año acudía más gente, atraída por el negocio que suponían los quince mil soldados que acampaban allí cada verano.
Acostumbrado a la dureza de las campañas de conquista de Germania, Emilio Lucio no terminaba de habituarse al alboroto que causaban los civiles. En el fondo no le parecía propio del ejército romano, ni siquiera si hubieran estado acampados en Italia y mucho menos haciéndolo en una provincia recién anexionada. Pero sabía que no tenía motivo de queja: era lo que anhelaba, tarde o temprano aquellas tierras serían tan romanas como las de Cartago o Bética. Hablarían latín con un dialecto tan horroroso que haría daño sólo con oírlo y adorarían a los dioses que les diera la gana pero, en el fondo, todos serían romanos.
Emilio Lucio sonrió. Su padre había sido un campesino griego que había obtenido la ciudadanía romana en las legiones y él mismo adoraba a un dios extranjero. Dedujo con orgullo que aquello también era la civilización romana.
El Sol rozaba ya las copas de los árboles y se hundía en dirección al lejano Rhenus.
Emilio Lucio se detuvo para saborear el instante y aspiró con profundidad, llenando su pecho. Tenía la costumbre de asociar los lugares más importantes de su vida con su olor característico y había llegado tiempo atrás a la conclusión de que Germania olía a pino. En realidad Germania no olía a pino, sino a barro, ciénagas y germanos pero a Emilio Lucio le gustaba ver el lado bueno de las cosas.
–Pino –decidió con una nueva inspiración.
Algún día, cuando estuviera lejos de Germania, la evocaría por su aroma a pino, del mismo modo que recordaba el olor a nieve de las montañas de su Siria natal, la fragancia que desprendían los campos de trigo de Grecia y el hedor a letrinas de Roma.
Emilio Lucio bajó de la muralla, montó en su caballo e hizo una última ronda de inspección. Comprobó que los vigías montaran guardia y aprovechó para aguzar el oído y oír las conversaciones de sus soldados: eran un insustituible indicador de la moral de la tropa.
Un detalle captó su atención.
–¡Centurión! –gritó, frenando su alazán en seco.
Un atribulado centurión apareció, dejando donde pudo la escudilla con sus gachas.
–Legado…
–Centurión Marcial Pullo –pronunció, entornando los ojos para que supiera que sabía perfectamente quién era–, ¿esa tienda de allí es suya, no?
–Sí, legado.
El caballo de Emilio dio un par de pasos hasta colocarse entre la tienda y el centurión, que parecía empequeñecer por momentos.
–El cuero está a punto de romperse.
–Verá, legado, hace tres días hizo mucho viento y…
–No te he preguntado por las inclemencias del tiempo. Tampoco espero que tengas poder sobre los elementos, aunque puedes hacer ofrendas a los dioses si quieres –se oyeron algunas risas–. Lo que sí espero es que mantengas en buen estado las tiendas en las que duermen tus hombres.
–Sí, pero como vamos a levantar el campamento en unos días…
–Sin duda el viento es un enemigo muy peligroso, necesitaría semanas enteras para reparar la tienda –continuó en tono burlón–. Hablando de preparación: no sé qué tal se le dará la batalla. Ya sabe: picas, espadas, flechas… También se necesitan soldados, no se le vayan a olvidar. Dígame, ¿con cuánto tiempo de antelación necesita que le avisen los enemigos de Roma? –Emilio Lucio observó satisfecho que en esta ocasión el centurión no se atrevía a replicar y agregó con voz firme– Quiero que esa tienda esté reparada mañana por la mañana.
El centurión asintió con la poca dignidad que le quedaba. Emilio Lucio observó complacido que algunos legionarios habían contemplado la escena con satisfacción, de sus rostros dedujo que ellos mismos se habían quejado del mal estado de la tienda al centurión y que este no les había hecho caso.
El resto de la inspección prosiguió sin sobresaltos. La noticia de la reprimenda se había extendido como el fuego y las miradas de sus hombres transmitían una mezcla de orgullo y confianza.
Emilio Lucio ya estaba pensando en la cena cuando sucedió lo que no podía haber previsto: un jinete al trote.
Su instinto militar le dijo inmediatamente que algo iba mal. Era su colega Claudio Moreno, legado de
–Salve, Claudio. ¿Por qué vienes con tanta prisa?
–Varo quiere vernos. Es urgente.
–¿Qué sucede?
–Ha estallado una rebelión en el oeste.
Etiquetas: el espejo vacio