El espejo vacío: fragmento (2)
18
ALEMANIA
Khimki, Oblast de Moscú, 2 de noviembre de 1942
ALEMANIA
Khimki, Oblast de Moscú, 2 de noviembre de 1942
El sargento Herman Wistsgem exhaló el aliento en sus heladas manos, notando cómo el vapor de sus pulmones se congelaba al instante en las gélidas estepas rusas. Siguió con la mirada los destellos que provenían de esos pequeños cristales de hielo hasta que la masa de aire se fundió con el resto de la atmósfera. Pero, aparte del frío, un espléndido sol se asomaba por el horizonte. El astro tiñó de dorado la nieve recién caída y Herman Wistsgeim reprimió una exclamación de asombro al ver, perfectamente perfilada contra un cielo salmón, la silueta de Moscú.
Giró la vista a sus lados, intentando encontrar heroicidad en aquellos soldados que formaban el Cuerpo de Ejércitos del Centro y las perfectas formaciones y magistrales movimientos en pinza de los que tanto hablaban las órdenes del Alto Mando. Pero sólo encontró un puñado de muchachos asustadizos, que temblaban por el frío y esperaban tendidos en el fango helado.
La unidad llevaba horas bombardeando el cercano pueblo de Khimki, esperando la orden de atacar. Los Panzer IV hacía tiempo que habían adoptado posiciones de ataque, los hombres estaban en sus puestos y, con el frío, lo que realmente deseaban era salir de la inacción. Herman se asomó entre los escombros y examinó la explanada que se abría ante ellos.
Herman usó un periscopio para echar un vistazo a Khimki. Los ataques de la Wehrmacht y la Luftwaffe la habían reducido a un montón de escombros humeantes pero los rusos seguían empeñados en defender esas ruinas. Combatían con un fanatismo que incluso a él, nazi convencido, le impresionaba. Por mucho que los alemanes aniquilaran ejércitos soviéticos, los rusos seguían montando nuevos y enviándolos al frente. Herman, que había estado en Leningrado y Stalingrado, sabía perfectamente qué podían esperar en Moscú: la ratskrieg, una dura pelea calle por calle, casa por casa, habitación por habitación.
Herman no sabía mucho de las operaciones a gran escala pero él, como ayudante de Rommel, había tenido la oportunidad de hablar con el mariscal en más de una ocasión. Y, por lo que le había confiado Beck, los soviéticos estaban al borde del colapso definitivo. Habían perdido Minsk, Kiev, Járkov, Smolensk, Stalingrado, Leningrado, Bakú, Astrakán, Murmansk… Su situación era tan desesperada que ni siquiera con los envíos masivos que les estaban enviando los Estados Unidos eran capaces de mantener su maquinaria bélica. Por eso, si caía Moscú, la Unión Soviética perdería la guerra.
Giró la vista a sus lados, intentando encontrar heroicidad en aquellos soldados que formaban el Cuerpo de Ejércitos del Centro y las perfectas formaciones y magistrales movimientos en pinza de los que tanto hablaban las órdenes del Alto Mando. Pero sólo encontró un puñado de muchachos asustadizos, que temblaban por el frío y esperaban tendidos en el fango helado.
La unidad llevaba horas bombardeando el cercano pueblo de Khimki, esperando la orden de atacar. Los Panzer IV hacía tiempo que habían adoptado posiciones de ataque, los hombres estaban en sus puestos y, con el frío, lo que realmente deseaban era salir de la inacción. Herman se asomó entre los escombros y examinó la explanada que se abría ante ellos.
Herman usó un periscopio para echar un vistazo a Khimki. Los ataques de la Wehrmacht y la Luftwaffe la habían reducido a un montón de escombros humeantes pero los rusos seguían empeñados en defender esas ruinas. Combatían con un fanatismo que incluso a él, nazi convencido, le impresionaba. Por mucho que los alemanes aniquilaran ejércitos soviéticos, los rusos seguían montando nuevos y enviándolos al frente. Herman, que había estado en Leningrado y Stalingrado, sabía perfectamente qué podían esperar en Moscú: la ratskrieg, una dura pelea calle por calle, casa por casa, habitación por habitación.
Herman no sabía mucho de las operaciones a gran escala pero él, como ayudante de Rommel, había tenido la oportunidad de hablar con el mariscal en más de una ocasión. Y, por lo que le había confiado Beck, los soviéticos estaban al borde del colapso definitivo. Habían perdido Minsk, Kiev, Járkov, Smolensk, Stalingrado, Leningrado, Bakú, Astrakán, Murmansk… Su situación era tan desesperada que ni siquiera con los envíos masivos que les estaban enviando los Estados Unidos eran capaces de mantener su maquinaria bélica. Por eso, si caía Moscú, la Unión Soviética perdería la guerra.
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